
LOS AÑOS LÍQUIDOS
(De la exactitud del vértigo)
“Escribir es - en palabras del poeta cacereño Basilio Sánchez - “arrastrar palabras en la nieve, es sumergirse en las profundidades de otra noche, vincularse al misterio”. Después la eternidad, el tiempo justo al borde del espasmo, la hoguera sin cubrir, el espejismo. Consciente de su propia finitud, de su propia tristeza, Mariana Feride camina con paso firme detrás de los espejos, dejándose sangrar en cada verso, en cada extenuación y cada huella.
Los años líquidos, el libro que hoy trae ante nosotros, llega de la luz como del agua, de todos los rincones de la brisa. No es un poemario al uso, antes bien, es un itinerario vital, una sucesión de claroscuros en los que la poeta, fedataria y raíz de la palabra, se muestra por completo desnuda y sin disfraces, despojada de todo ropaje externo, de toda máscara que vele su rostro y la emboce al mundo. Es la suya una mirada feraz, reconocible, que dibuja un paisaje acabado de hacer, recién pintado. Dueña de un lenguaje rico, de un imaginario propio pleno de resonancias, construye una cosmogonía primigenia, una arquitectura que nos la muestra en todos los fragmentos del asombro, en la consumación de su lenguaje. Quizá el silencio sea el origen de todo, la no - norma, el principio inmutable que alienta, sottovoce, todo su equilibrio.
Porque Mariana Feride mira y sabe mirar, reconocerse. Es poeta que alumbra y certifica, que acaricia y sostiene desde la naturaleza misma de las cosas. La palabra toma en ella carta de naturaleza para construir un edificio sólido, necesario, al otro lado de todos los embozos. Y es que para ella la escritura es un ejercicio de supervivencia, una manera - quizá la única que conoce - de saberse, de estar en el mundo. A través de ella, con ella, la luz se hace más luz, más espuma, más nuestra. Contra lo que pudiera pensarse, el libro es fruto de una mirada íntima sobre la propia suerte, un diálogo inveterado con la propia conciencia. Ya desde el título se nos ofrece una visión unívoca, tenaz, irrenunciable. La poeta se sitúa en una ambivalencia bidireccional en la que es, a un tiempo, materia y referente. Es por eso quizá que encontramos poemas en los que Mariana se interpela a sí misma, en los que se pregunta sobre el porqué de las cosas, sobre la eternidad de la memoria. “Escribo / - confiesa - lo que nadie quiere escribir / ni vivir / ni soñar / solo los poderes transitan / el hígado del hombre / y pide carne / de sí”. Como vemos, esa misma necesidad de introspección, esa búsqueda absoluta se vuelca también en meta poesía. Palabra sobre palabra, el signo como origen y destino, como bálsamo y asidero, como ancla. Porque nada hay más cierto, más afín a la luz y a la belleza.
Mariana escribe desde el agua, desde ese lugar al borde de la ausencia, más allá de todas las preguntas, de todos los espacios. Es la suya una palabra franca, ajena a la derrota; una mirada límpida al fondo de la duda, que derriba fronteras, que sana y fructifica, que descansa. “Cipreses, aloe, conchas dispersas”, nada de lo humano le es ajeno, todo tiene cabida en estos versos que nos la muestran aterida y rota en ocasiones, pero siempre desnudamente alta, indómita, absoluta. Como escribe Javier Díaz Gil en el prólogo, el libro “es la metáfora de la vida en movimiento, la vida que fluye, que no podemos retener, la que nos obliga a reinventarnos y a cambiar, a adaptarnos ante las nuevas dificultades, a seguir senderos”. Y es que todo en estas páginas nos habla de la pérdida, de la imposible certeza de la pérdida. La vida nos envuelve y nos arrastra, nos obliga casi siempre a despedirnos, a abandonar el aire, la belleza, de vuelo el corazón y el alma en llamas. La poeta lo sabe, y así se nos dibuja “semilla que llena el vacío”, que habita en el dolor y en la certeza, bajo la mansedumbre de una lluvia voraz, inevitable.
Mariana no conoce el rencor, no entiende de tibiezas ni oquedades. Para ella la palabra es luz que nace de la luz, noticia de la fe, razón de vida. Los años líquidos representan un itinerario vital personalísimo, un camino que nos invita a recorrer con ella para reconocerla, para entender la sed y las preguntas, los límites del hambre, la delgada caricia de su sombra.
Los años líquidos es un poemario de búsqueda, un itinerario mágico alrededor de la esperanza. Mariana no se rinde, planta cara a la adversidad y reivindica la palabra poética como vínculo, como puntal, como arrecife. Próximos a lo sagrado, los poemas crecen desde un punto inicial que les da vida en un ejercicio de autoafirmación, de autoconocimiento. “Me queda solo correr como el río, - escribe - dejar atrás volcanes, cesar la sed del necesitado, despedir a los muertos”. Y todas las certezas se adivinan, todas las soledades nos asisten.
No es este, como venimos diciendo, un libro fácil. El lector avisado deberá leer más allá, al otro lado de todos los presagios. Porque ese, y no otro, es el motivo generador de este libro, la luz al final de la luz, la piel intacta. Junto a poemas claramente simbólicos que cantan a la naturaleza como génesis, se hallan otros en los que el amor sucede y encuentra su acomodo, su fulgor, su descanso. Apuesta poliédrica al cabo, Los años líquidos ha de entenderse como un ruego, un posicionamiento vital irrenunciable que, a modo de iniciación, recorre y certifica todo el poemario.
Versos plenos, altos, decididamente simbólicos conforman este universo onírico alrededor de las hogueras, este ejercicio de supervivencia en el que la poeta no ha dejado nada al azar. Mariana no improvisa, todo funciona con precisión de orfebre para mostrarnos una realidad a veces incómoda pero siempre única, vívida, absoluta. Imprescindible el poema pórtico, No me veo, desgarrador y tierno al mismo tiempo, para entender las claves de este libro, de este inmenso regalo de belleza.
Mucho más podría decirse de este libro, de su forma de descifrar el aire, de hacerse uno con el todo, consumación y abrazo, pero basten estas pocas palabras como pórtico para su lectura. Hasta aquí creo cumplida mi labor de presentadora. No se trata de desvelar rincones, sino de abrir caminos, de iluminar espacios por los que deambular dejando puertas abiertas, lugares transitables. Solo recordar de nuevo el íntimo compromiso de Mariana con la poesía, con su cadencia. Gracias, poeta, gracias por seguir creyendo en la palabra, por seguir habitando la belleza. Quizá, después de todo, en alguna quietud, algún milagro.
ANA GARRIDO